Tantas veces escuché que es más fácil decir las cosas que
hacerlas, yo mismo lo he dicho. También he escuchado muchas veces como se dan
consejos a alguien cercano, que son lo correcto, que están ahí al alcance del que escucha, pero es para él
solamente, bueno, para él y si en el camino alguien más se atraviesa con el
mismo problema se le aplica el mismo consejo, si no se le aconseja algo
apropiado a la situación del momento.
Todo indicaría que si se está tan abierto a dar soluciones a
quien las solicite, se tendrían a la mano para aplicarlas en uno mismo alguna de
todas las recomendaciones que se han hecho.
Pero un momento, esos consejos que con tanto cariño o buenas
intenciones se dieron son para esa persona que se acercó, en ese momento se
estaba hablando de él o ella, yo me cuezo aparte.
Se pueden decir los mejores consejos sacados de lo vivido o porque
es tan lógica la solución que por lo mismo es obvio, nada más el ese que se
tiene enfrente, al que se le habla no la ve o por alguna razón no la aplica;
pero ¿y cuando es uno mismo el que está en la otra posición? ¿Si es tan obvio y
se tiene respuesta para casi todo lo que a otros sucede, sería más obvio que se
tienen las soluciones para uno mismo? No necesariamente, por la sencilla razón
que, otra vez, es más fácil decir que actuar y uno de los deportes favoritos es
hablar (ahora entiendo aquello de “la lengua no tiene hueso”).
De tantos consejos que con buenas intenciones he recibido o
al menos eso quiero suponer que así fueron dados, uno lo tengo presente, “ya viste
como no se puede, ahora piensa cómo sí se podría”. Tal vez por lo sencillo o
porque en su momento sentí que la frase encerraba mucho, otra vez, es más fácil
decirlo que llegar a hacerlo. Otra vez los consejos son para el que escucha, no
para el que lo dice. ¿Por qué esforzarse? ¿Por qué tomar un consejo que se le
dio a alguien del que probablemente hoy tenemos una opinión y mañana se piensa
todo lo contrario? Los consejos son para decírselos a los demás, no para uno
mismo, aplicárselo uno mismo sería aceptar que se cae en los mismo errores de
aquellos que nos rodean, bajarse a las miserias de los demás, aceptar que hay
cosas que necesitan cambiar, verse a sí mismo y ver que se cometen errores,
como un maestro que toma el lugar del alumno porque se ha dado cuenta que no le
sale la ecuación o el instructor que le debe pedir ayuda a un compañero al que
debe capacitar; tal vez porque el orgullo puede más que muchas otras cosas,
tanto que logra convencer que no, los consejos se dan, no son para sí mismo.
Tal vez por miedo a aceptar que se pueden tener las mismas miserias que otros,
es necesaria mucha humildad para eso, pero es necesario todavía más valor para
aceptarlo, otra vez, es más fácil decir que hacer. Otra vez, es más fácil no
hacer nada y quedarse como se está, como si nada pasara, aunque se sabe que las
cosas siguen ahí, que podrá hacerse todo para engañarse a uno mismo y fingir que
no hay nada que hacer, que es preferible quedarse con los demonios tranquilos,
dentro, pero tranquilos en lugar de sacarlos de una vez por todas.
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